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[1458] • JUAN PABLO II (1978-2005) • EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO

Del Catecismo de la Iglesia Católica, Parte 2, Sección 2, Capítulo III, Artículo 7: El sacramento del matrimonio, 11 octubre 1992

1992 10 11c 1601

1601. “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (93).

93 CIC canon 1055, §1 [1983 01 25/ 1055].

1992 10 11c 1602

I. El matrimonio en el plan de Dios

La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (94) y se cierra con la visión de las “bodas del Cordero” (Ap 19, 9)(95). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su “misterio”, de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación “en el Señor” (1 Co 7, 39) todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (96).

94 Cf. Gn 1, 26-27

95 Cf. Ap 19, 7.

96 Cf. Ef 5, 31-32.

1992 10 11c 1603

El matrimonio en el orden de la creación

1603. “La íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias. [...] El mismo Dios [...] es el autor del matrimonio” (97). La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes. A pesar de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad,(98) existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. “La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (99).

97 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1067 [1965 12 07c/ 48].

98 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 47: AAS 58 (1966) 1067 [1965 12 07c/ 47].

99 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 47: AAS 58 (1966) 1067 [1965 12 07c/ 47].

1992 10 11c 1604

1604. Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (100), que es Amor (1 Jn 4, 8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (101). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. “Y los bendijo Dios y les dijo: ‘Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla’” (Gn 1, 28).

100 Cf. Gn 1, 27.

101 Cf. Gn 1, 31.

1992 10 11c 1605

1605. La Sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2, 18). La mujer, “carne de su carne” (102), su igual, la criatura más semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como un “auxilio” (103), representando así a Dios que es nuestro “auxilio” (104). “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gn 2, 24). Que esto significa una unión indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue “en el principio”, el plan del Creador (105): “De manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt 19, 6).

102 Cf. Gn 2, 23.

103 Cf. Gn 2, 18.

104 Cf. Sal 121, 2.

105 Cf. Mt 19, 4.

1992 10 11c 1606

El matrimonio bajo la esclavitud del pecado

1606. Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal.

1992 10 11c 1607

1607. Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos (106); su atractivo mutuo, don propio del creador (107), se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia (108); la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra (109) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan (110).

106 Cf. Gn 3, 12.

107 Cf. Gn 2, 22.

108 Cf. Gn 3, 16.

109 Cf. Gn 1, 28.

110 Cf. Gn 3, 16-19.

1992 10 11c 1608

1608. Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (111). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó “al comienzo”.

111 Cf. Gn 3, 21.

1992 10 11c 1609

1609. En su misericordia, Dios no abandonó al hombre pecador. Las penas que son consecuencia del pecado, “los dolores del parto” (112), el trabajo “con el sudor de tu frente” (Gn 3, 19), constituyen también remedios que limitan los daños del pecado. Tras la caída, el matrimonio ayuda a vencer el repliegue sobre sí mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer, y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí.

112 Cf. Gn 3, 16,

1992 10 11c 1610

1610. La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio se desarrolló bajo la pedagogía de la Ley antigua. La poligamia de los patriarcas y de los reyes no es todavía criticada de una manera explícita. No obstante, la Ley dada por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un dominio arbitrario del hombre, aunque la Ley misma lleve también, según la palabra del Señor, las huellas de “la dureza del corazón” de la persona humana, razón por la cual Moisés permitió el repudio de la mujer (113).

113 Cf. Mt 19, 8; Dt 24, 1

1992 10 11c 1611

1611. Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel (114), los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (115). Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La Tradición ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una expresión única del amor humano, en cuanto éste es reflejo del amor de Dios, amor “fuerte como la muerte” que “las grandes aguas no pueden anegar” (Ct 8, 6-7).

114 Cf. Os 1-3; Is 54.62; Jr 2-3. 31; Ez 16, 62;23.

115 Cf. Mal 2, 13-17.

1992 10 11c 1612

El matrimonio en el Señor

1612. La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad salvada por Él (116), preparando así “las bodas del Cordero” (117).

116 Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 (1966) 1042.

117 Ap 19, 7 y 9.

1992 10 11c 1613

1613. En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo –a petición de su Madre– con ocasión de un banquete de boda (118). La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.

118 Cf. Jn 2, 1-11.

1992 10 11c 1614

1614. En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (119); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: “lo que Dios unió, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6).

119 Cf. Mt 19, 8.

1992 10 11c 1615

1615. Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (120). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (121), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (122), los esposos podrán “comprender” (123) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.

120 Cf. Mt 19, 10.

121 Cf. Mt 11, 29-30.

122 Cf. Mc 8, 34.

123 Cf. Mt 19, 11.

1992 10 11c 1616

1616. Es lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla” (Ef 5, 25-26), y añadiendo enseguida: “‘Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne’. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 31-32).

1992 10 11c 1617

1617. Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (124) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (125).

124 Cf. Ef 5, 26-27.

125 Cf. Concilio de Trento, Doctrina sobre el sacramento del Matrimonio: DS 1800 [1563 11 11a/ 1-4]; CIC canon 1055, §1 [1983 01 25/ 1055].

1992 10 11c 1618

La virginidad por el Reino de Dios

1618. Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales (126). Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya (127), para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle (128), para ir al encuentro del Esposo que viene (129). Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida del que Él es el modelo:

“Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” (Mt 19, 12).

126 Cf. Lc 14, 26; Mc 10, 28-31.

127 Cf. Ap 14, 4.

128 Cf. 1 Co 7, 32.

129 Cf. Mt 25, 6.

130 Cf. 1 Co 7, 31; Mc 12, 25.

1992 10 11c 1619

1619. La virginidad por el Reino de los Cielos es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (130).

1992 10 11c 1620

1620. Estas dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es Él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (131). La estima de la virginidad por el Reino (132) y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente:

“Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad; elogiarlo es realzar a la vez la admiración que corresponde a la virginidad. Pero lo que por comparación con lo peor parece bueno, no es bueno del todo; lo que según el parecer de todos es mejor que todos los bienes, eso sí es en verdad un bien eminente” (133).

131 Cf. Mt 19, 3-12.

132 Cf. Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, 42: AAS 57 (1965) 48; Id., Decret. Perfectae caritatis, 12: AAS 58 (1966) 707; Id., Decr. Optatam totius, 10: AAS 58 (1966) 720-721 [1965 10 28a/ 10].

133 San Juan CrisÃ?stomo, De virginitate 10, 1: SC 125, 122 (PG 48, 540); cf. Juan Pablo II Exhort. Ap. Familiaris consortio, 16: AAS 74 (1982) 98 [1981 11 22/ 16].

1992 10 11c 1621

II. La celebración del matrimonio

1621. En el rito latino, la celebración del Matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que tienen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo (134). En la Eucaristía se realiza el memorial de la Nueva Alianza, en la que Cristo se unió para siempre a la Iglesia, su esposa amada por la que se entregó (135). Es, pues, conveniente que los esposos sellen su consentimiento en darse el uno al otro mediante la ofrenda de sus propias vidas, uniéndose a la ofrenda de Cristo por su Iglesia, hecha presente en el sacrificio eucarístico, y recibiendo la Eucaristía, para que, comulgando en el mismo Cuerpo y en la misma Sangre de Cristo, “formen un solo cuerpo” en Cristo (136).

134 Cf. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 61: AAS 56 (1964) 116-117.

135 Cf. Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, 6: AAS 57 (1965) 9.

136 Cf. 1 Co 10, 17.

1992 10 11c 1622

1622. “En cuanto gesto sacramental de santificación, la celebración del matrimonio [...] debe ser por sí misma válida, digna y fructuosa” (137). Por tanto, conviene que los futuros esposos se dispongan a la celebración de su matrimonio recibiendo el sacramento de la Penitencia.

137 Juan Pablo II, Exhort. Ap. Familiaris consortio, 67: AAS 74 (1982) 162 [1981 11 22/ 67].

1992 10 11c 1623

1623. Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio. En las tradiciones de las Iglesias orientales, los sacerdotes –Obispos o presbíteros– son testigos del recíproco consentimiento expresado por los esposos (138), pero también su bendición es necesaria para la validez del sacramento (139).

138 Cf. CCEO canon 817 [1990 10 18/ 817].

139 Cf. CCEO canon 828 [1990 10 18 / 828].

1992 10 11c 1624

1624. Las diversas liturgias son ricas en oraciones de bendición y de epíclesis pidiendo a Dios su gracia y la bendición sobre la nueva pareja, especialmente sobre la esposa. En la epíclesis de este sacramento los esposos reciben el Espíritu Santo como Comunión de amor de Cristo y de la Iglesia (140). El Espíritu Santo es el sello de la alianza de los esposos, la fuente siempre generosa de su amor, la fuerza con que se renovará su fidelidad.

140 Cf. Ef 5, 32.

1992 10 11c 1625

III. El consentimiento matrimonial

1625. Los protagonistas de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres para contraer el matrimonio y que expresan libremente su consentimiento. “Ser libre” quiere decir:

–no obrar por coacción;

–no estar impedido por una ley natural o eclesiástica.

1992 10 11c 1626

1626. La Iglesia considera el intercambio de los consentimientos entre los esposos como el elemento indispensable “que hace el matrimonio” (141). Si el consentimiento falta, no hay matrimonio.

141 CIC canon 1057, §1 [1983 01 25/ 1057].

1992 10 11c 1627

1627. El consentimiento consiste en “un acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente” (142): “Yo te recibo como esposa” – “Yo te recibo como esposo” (143). Este consentimiento que une a los esposos entre sí, encuentra su plenitud en el hecho de que los dos “vienen a ser una sola carne” (144).

142 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1067 [1965 12 07c/ 48]; CIC canon 1057, §2 [1983 01 25/ 1057].

143 Ritual de la celebraciÃ?n del Matrimonio, 62, Nueva ediciÃ?n tÃ?pica (LibrerÃ?a Editrice Vaticana 1991) p. 17.

144 Cf. Gn 2, 24; Mc 10, 8; Ef 5, 31.

1992 10 11c 1628

1628. El consentimiento debe ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violencia o de temor grave externo (145). Ningún poder humano puede reemplazar este consentimiento (146). Si esta libertad falta, el matrimonio es inválido.

145 Cf. CIC canon 1103 [1983 01 25/ 1103].

146 Cf. CIC canon 1057, §1 [1983 01 25/ 1057].

1992 10 11c 1629

1629. Por esta razón (o por otras razones que hacen nulo e inválido el matrimonio (147), la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal eclesiástico competente, puede declarar “la nulidad del matrimonio”, es decir, que el matrimonio no ha existido. En este caso, los contrayentes quedan libres para casarse, aunque deben cumplir las obligaciones naturales nacidas de una unión precedente anterior (148).

147 Cf. CIC cánones 1083-1108 [1983 01 25/ 1083-1108].

148 Cf. CIC, canon 1071, §1, 3 [1983 01 25/ 1071].

1992 10 11c 1630

1630. El sacerdote (o el diácono) que asiste a la celebración del Matrimonio, recibe el consentimiento de los esposos en nombre de la Iglesia y da la bendición de la Iglesia. La presencia del ministro de la Iglesia (y también de los testigos) expresa visiblemente que el matrimonio es una realidad eclesial.

1992 10 11c 1631

1631. Por esta razón, la Iglesia exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica de la celebración del matrimonio (149). Varias razones concurren para explicar esta determinación:

–El matrimonio sacramental es un acto litúrgico. Por tanto, es conveniente que sea celebrado en la liturgia pública de la Iglesia.

–El matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los hijos.

–Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso que exista certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos).

–El carácter público del consentimiento protege el “Sí” una vez dado y ayuda a permanecer fiel a él.

149 Cf. Concilio de Trento, Ses. 24.», Decreto ÒTametsiÓ: DS 1813-1816 [1563 11 11c/ 1-4]; CIC canon 1108 [1983 01 25/ 1108].

1992 10 11c 1632

1632. Para que el “Sí” de los esposos sea un acto libre y responsable, y para que la alianza matrimonial tenga fundamentos humanos y cristianos, sólidos y estables, la preparación para el matrimonio es de primera importancia:

El ejemplo y la enseñanza dados por los padres y por las familias son el camino privilegiado de esta preparación.

El papel de los pastores y de la comunidad cristiana como “familia de Dios” es indispensable para la transmisión de los valores humanos y cristianos del matrimonio y de la familia (150), y esto con mayor razón en nuestra época en la que muchos jóvenes conocen la experiencia de hogares rotos que ya no aseguran suficientemente esta iniciación:

“Los jóvenes deben ser instruidos adecuada y oportunamente sobre la dignidad, tareas y ejercicio del amor conyugal, sobre todo en el seno de la misma familia, para que, educados en el cultivo de la castidad, puedan pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo vivido al matrimonio” (151).

Matrimonios mixtos y disparidad de culto

150 Cf. CIC canon 1063 [1983 01 25/ 1063].

151 Concilio Vaticano II, Cont. Past. Gaudium et spes, 49: AAS 58 (1966) 1070 [1965 12 07c/ 49].

1992 10 11c 1633

1633. En numerosos países, la situación del matrimonio mixto (entre católico y bautizado no católico) se presenta con bastante frecuencia. Exige una atención particular de los cónyuges y de los pastores. El caso de matrimonios con disparidad de culto (entre católico y no bautizado) exige una aún mayor atención.

1992 10 11c 1634

1634. La diferencia de confesión entre los cónyuges no constituye un obstáculo insuperable para el matrimonio, cuando llegan a poner en común lo que cada uno de ellos ha recibido en su comunidad, y a aprender el uno del otro el modo como cada uno vive su fidelidad a Cristo. Pero las dificultades de los matrimonios mixtos no deben tampoco ser subestimadas. Se deben al hecho de que la separación de los cristianos no se ha superado todavía. Los esposos corren el peligro de vivir en el seno de su hogar el drama de la desunión de los cristianos. La disparidad de culto puede agravar aún más estas dificultades. Divergencias en la fe, en la concepción misma del matrimonio, pero también mentalidades religiosas distintas pueden constituir una fuente de tensiones en el matrimonio, principalmente a propósito de la educación de los hijos. Una tentación que puede presentarse entonces es la indiferencia religiosa.

1992 10 11c 1635

1635. Según el derecho vigente en la Iglesia latina, un matrimonio mixto necesita, para su licitud, el permiso expreso de la autoridad eclesiástica (152). En caso de disparidad de culto se requiere una dispensa expresa del impedimento para la validez del matrimonio (153). Este permiso o esta dispensa supone que ambas partes conozcan y no excluyan los fines y las propiedades esenciales del matrimonio; además, que la parte católica confirme los compromisos –también haciéndolos conocer a la parte no católica– de conservar la propia fe y de asegurar el Bautismo y la educación de los hijos en la Iglesia Católica (154).

152 Cf. CIC canon 1124 [1983 01 25/ 1124].

153 Cf. CIC canon 1086 [1983 01 25/ 1086].

1992 10 11c 1636

1636. En muchas regiones, gracias al diálogo ecuménico, las comunidades cristianas interesadas han podido llevar a cabo una pastoral común para los matrimonios mixtos. Su objetivo es ayudar a estas parejas a vivir su situación particular a la luz de la fe. Debe también ayudarles a superar las tensiones entre las obligaciones de los cónyuges, el uno con el otro, y con sus comunidades eclesiales. Debe alentar el desarrollo de lo que les es común en la fe, y el respeto de lo que los separa.

1992 10 11c 1637

1637. En los matrimonios con disparidad de culto, el esposo católico tiene una tarea particular: “Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente” (1 Co 7, 14). Es un gran gozo para el cónyuge cristiano y para la Iglesia el que esta “santificación” conduzca a la conversión libre del otro cónyuge a la fe cristiana (155). El amor conyugal sincero, la práctica humilde y paciente de las virtudes familiares, y la oración perseverante pueden preparar al cónyuge no creyente a recibir la gracia de la conversión.

155 Cf. 1 Co 7, 16.

156 CIC canon 1134 [1983 01 25/ 1134].

1992 10 11c 1638

IV. Los efectos del sacramento del matrimonio

1638. Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado” (156).

1992 10 11c 1639

El vínculo matrimonial

1639. El consentimiento por el que los esposos se dan y se reciben mutuamente es sellado por el mismo Dios (157). De su alianza “nace una institución estable por ordenación divina, también ante la sociedad” (158). La alianza de los esposos está integrada en la alianza de Dios con los hombres: “el auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino” (159).

157 Cf. Mc 10, 9.

158 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1067 [1965 12 07c/ 48].

159 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1068 [1965 12 07c/ 48].

1992 10 11c 1640

1640. Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina (160).

160 Cf. CIC canon 1141 [1983 01 25/ 1141].

1992 10 11c 1641

La gracia del sacramento del matrimonio

1641. En su estado y modo de vida, los cónyuges cristianos tienen su carisma propio en el Pueblo de Dios” (161). Esta gracia propia del sacramento del matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia “se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y educación de los hijos” (162).

161 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 11: AAS 57 (1965) 16 [1964 11 21a/ 11].

162 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 11: AAS 57 (1965) 15-16 [1964 11 21a/ 11]; cf. Ibid., 41: AAS 57 (1965) 47 [1964 11 21a/ 41].

1992 10 11c 1642

1642. Cristo es la fuente de esta gracia. “Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos” (163). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros (164), de estar “sometidos unos a otros en el temor de Cristo” (Ef 5, 21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo. En las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero:

“¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición, que los ángeles proclaman, y el Padre celestial ratifica? [...] ¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu” (165).

163 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1068 [1965 12 07c/ 48].

164 Cf. Ga 6, 2.

165 Tertuliano, Ad uxorem 2, 8, 6-7: CCL 1, 393 (PL 1, 1415-1416); cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 13: AAS 74 (1982) 94 [1981 11 22/ 13].

1992 10 11c 1643

V. Los bienes y las exigencias del amor conyugal

1643. “El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona –reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad–; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad. En una palabra: se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos” (166).

166 Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 13: AAS 74 (1982) 96 [1981 11 22/ 13].

1992 10 11c 1644

Unidad e indisolubilidad del matrimonio

1644. El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos: “De manera que ya no son dos sino una sola carne” (Mt 19, 6)(167). “Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total” (168). Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del Matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.

167 Cf. Gn 2, 24.

168 Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 19: AAS 74 (1982) 101 [1981 11 22/ 19].

1992 10 11c 1645

1645. “La unidad del matrimonio, confirmada por el Señor, aparece ampliamente en la igual dignidad personal que hay que reconocer a la mujer y al varón en el mutuo y pleno amor” (169). La poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al amor conyugal que es único y exclusivo (170).

169 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 49: AAS 58 (1966) 1070 [1965 12 07c/ 49].

170 Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 19: AAS 74 (1982) 102 [1981 11 22/ 19].

1992 10 11c 1646

La fidelidad del amor conyugal

1646. El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero. “Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, así como el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y urgen su indisoluble unidad” (171).

171 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1068 [1965 12 07c/ 48].

1992 10 11c 1647

1647. Su motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia. Por el sacramento del Matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo.

1992 10 11c 1648

1648. Puede parecer difícil, incluso imposible, unirse para toda la vida a un ser humano. Por ello es tanto más importante anunciar la buena nueva de que Dios nos ama con un amor definitivo e irrevocable, de que los esposos participan de este amor, que les conforta y mantiene, y de que por su fidelidad se convierten en testigos del amor fiel de Dios. Los esposos que, con la gracia de Dios, dan este testimonio, con frecuencia en condiciones muy difíciles, merecen la gratitud y el apoyo de la comunidad eclesial (172).

172 Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 20: AAS 74 (1982) 104 [1981 11 22/ 20].

1992 10 11c 1649

1649. Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación. La comunidad cristiana está llamada a ayudar a estas personas a vivir cristianamente su situación en la fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble (173).

173 Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 84: AAS 74 (1982) 184 [1981 11 22/ 84]; CIC c?nones 1151-1155 [1983 01 25/ 1151-1151].

1992 10 11c 1650

1650. Hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo (“Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”: Mc 10, 11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la Penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.

1992 10 11c 1651

1651. Respecto a los cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia conservan la fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la comunidad deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de que aquéllos no se consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida pueden y deben participar en cuanto bautizados:

“Exhórteseles a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar sus hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios” (174).

174 Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 84: AAS 74 (1982) 102 [1981 11 22/ 84].

1992 10 11c 1652

La apertura a la fecundidad

1652. Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación” (175):

“Los hijos son, ciertamente, el don más excelente del matrimonio y contribuyen grandemente al bien de sus padres. El mismo Dios, que dijo: “No es bueno que el hombre esté solo (Gn 2, 18), y que hizo desde el principio al hombre, varón y mujer” (Mt 19, 4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: “Creced y multiplicaos” (Gn 1, 28). De ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del matrimonio, tiende a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más” (176).

175 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 48: AAS 58 (1966) 1068 [1965 12 07c/ 48].

176 Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, 50: AAS 58 (1966) 1070-1071 [1965 12 07c/ 50].

1992 10 11c 1653

1653. La fecundidad del amor conyugal se extiende a los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio de la educación. Los padres son los principales y primeros educadores de sus hijos (177). En este sentido, la tarea fundamental del matrimonio y de la familia es estar al servicio de la vida (178).

177 Concilio Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, 3: AAS 58 (1966) 1068 [À?].

178 Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 28: AAS 74 (1982) 114 [1981 11 22/ 28].

1992 10 11c 1654

1654. Sin embargo, los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente. Su matrimonio puede irradiar una fecundidad de caridad, de acogida y de sacrificio.

1992 10 11c 1655

VI. La iglesia doméstica

1655. Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia no es otra cosa que la “familia de Dios”. Desde sus orígenes, el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que, “con toda su casa”, habían llegado a ser creyentes (179). Cuando se convertían, deseaban también que se salvase “toda su casa” (180). Estas familias convertidas eran islotes de vida cristiana en un mundo no creyente.

179 Cf. Hch 18, 8.

180 Cf. Hch 16, 31; 11, 14.

1992 10 11c 1656

1656. En nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, Ecclesia domestica(181). En el seno de la familia, “los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida consagrada” (182).

181 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 11: AAS 57 (1965) 16 [1964 11 21a/ 11]; cf. Juan Pablo II, Exhort. Ap. Familiaris consortio, 21: AAS 74 (1982) 105 [1981 11 22/ 21].

182 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 11: AAS 57 (1965) 16 [1964 11 21a/ 11].

1992 10 11c 1657

1657. Aquí es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia, “en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras” (183). El hogar es así la primera escuela de vida cristiana y “escuela del más rico humanismo” (184). Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la propia vida.

183 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, 10: AAS 57 (1965) 15.

184 Concilio Vaticano II, Const. dogm. Gaudium et spes, 52: AAS 58 (1966) 1073 [1965 12 07c/ 52].

1992 10 11c 1658

1658. Es preciso recordar asimismo a un gran número de personas que permanecen solteras a causa de las concretas condiciones en que deben vivir, a menudo sin haberlo querido ellas mismas. Estas personas se encuentran particularmente cercanas al corazón de Jesús; y, por ello, merecen afecto y solicitud diligentes de la Iglesia, particularmente de sus pastores. Muchas de ellas viven sin familia humana, con frecuencia a causa de condiciones de pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu de las bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de manera ejemplar. A todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares, “iglesias domésticas” y las puertas de la gran familia que es la Iglesia. “Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos, especialmente para cuantos están ‘fatigados y agobiados’ (Mt 11, 28)” (185).

[Asociación de Editores del Catecismo – Librería Editrice Vaticana, 446-462]

185 Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 85: AAS 74 (1982) 187 [1981 11 22/ 85].